Machaque del momento

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lunes, 29 de junio de 2009

Subasta de padecimiento

Era domingo, estábamos cenando en casa y nadie hablaba, estaban todos muy afligidos. Para cortar un poco con la indescriptible incomodidad de escuchar el ruido de los cubiertos rozando a los platos y, posteriormente, el sonido de cada uno digiriendo la comida decidí hacer una broma y empecé a preguntarle qué dolor padecía cada comensal. Todos respondieron. A uno le dolía la cabeza, al otro el cuerpo en general porque estaba muy cansado, al otro le molestaba el corazón. Realmente parecía una subasta de padecimientos (ya que no dejaban de argumentar en pos de situarse cada cual como el más lastimado de la mesa) entonces opté por decirlo, me pareció una idea adecuada para ilustrar la escena, pero no causó gracia sino todo lo contrario, de pronto las miradas de incomprensión se dirigieron hacia mí casi preguntando ¿qué parte del sufrimiento familiar yo no entendía? Ahí me di cuenta de que yo había vendido mi capacidad para formar parte de ese jueguito hace un tiempo en una casa de objetos empeñados a cambio de veinte pesos (creo que cuando el dólar estaba uno a uno).
Si hago memoria me atrevo a afirmar que en los peores momentos que hemos pasado nunca hubo tanto mal humor como el de aquel domingo. Resulta extraño cuando lo pienso porque la lógica indica que esos momentos de tensión y tristeza se prestan para generar todo tipo de dolores pero en mi mundo, al parecer, esto no opera como en el resto de los mundos.
Tenía un par de opciones a mi alcance, podía callar pretendiendo no haber dicho lo que dije, podía hacerme cargo del concepto que había expresado y seguir desarrollándolo, quizás una buena idea hubiera sido disculparme para evitar la mala onda que recibí posteriormente, el punto es que podría haber hecho de todo pero opté por concluir la charla, finalizar la milanesa y retirarme a mi habitación.
Lo cierto es que a mi me sigue causando gracia esta idea (con sólo pensarla me río) porque es una excelente descripción de lo que pasó en esa cena aquel domingo. Me pregunto ¿por qué debo suprimir una idea que considero tan adecuada para describir una circunstancia? Cómo no encuentro respuesta alguna que justifique hacerlo decidí liberarla y hacerla pública para que quizás otro ser, como yo, alguna vez cuando le pase y lea, si lo hace, estas palabras entienda el por qué de mi risa y la comparta.

jueves, 25 de junio de 2009

Todos los quesos no van al cielo…

Hoy fue uno de esos días en los que tuve ganas de ensuciarme las manos y cocinar algo rico para toda mi familia. No es un hábito que tenga ni nada parecido pero la realidad es que después de muchos reclamos, decidí que podía y quería hacerlo. Fui al supermercado y a la verdulería a comprar todos los elementos necesarios. Llegué a casa e hice de la cocina mi espacio de trabajo por la siguiente hora y media. Estaba feliz.
Uno de los ingredientes para mi comida era el queso cremoso. Lo corté en cubos perfectos, tuve un profesor muy exigente y terminé entendiendo (léase aceptando) el tema del equilibrio de ingredientes en los platos, pero desafortunadamente le había errado en la cantidad que compré, me había quedado corta con el queso.
Me alejé de la cocina por siete segundos (no exagero) ya que fui a buscar algo a mi habitación. En el pasillo me crucé con mi hermano, conocido por arrasar con toda la comida existente en el hogar, y siendo consciente de esto, le pedí que por favor no tocara el queso cortado en la cocina. Al volver, lo veo retirarse con la boca llena y con dos cubos de queso en la mano. Lo odié. Me fastidia que la ansiedad se apodere de la gente y les impida razonar. No me basta la explicación machista de “son hombres, son así”. Facilismo al cubo. Me tomó el pelo.
Como buena escorpiana que soy reaccioné, y sí, le grité. Lo merecía; créanme. Acto seguido aparece mi madre pidiendo tranquilidad, paz y armonía. Pero acaso ¿esta mujer no entiende que los demás tenemos emociones y que podemos alterarnos? Es simple, hay momentos para la armonía y hay otros que son necesarios para tener que volver a buscarla. Enojarse no siempre hace mal.
Tenía muchas maneras de reaccionar: podía privarlo de la comida que yo preparé pero no soy tan mala, podía armar un escándalo e irme corriendo al grito de “injusticiaaaaa” pero era muy exagerado hacerlo entonces opté por tomar una actitud más justa e infantil a la vez. El razonamiento fue si yo hice las compras y yo cociné entonces yo serviría la comida en los platos por lo que en el suyo puse la porción con menos cantidad de queso… total el resto ya estaba digerido casi llegando a su estómago.
Ahora lo más gracioso es que él se está enterando en este mismo momento mientras lo lee. La pregunta que me queda dando vueltas en la cabeza es ¿estuve mal? Yo creo que no.

martes, 23 de junio de 2009

¡Agarrate Cielo! Pero… ¿De dónde?

Me atrevo a decir que ante dicha pegunta la mayoría tendría diferentes respuestas para darme, pero la verdad es que, esta vez, no sé si me importa. Obviamente puedo oírlos, irónico sería que con semejantes orejas no lo hiciera, el punto es que llegué a esa instancia mental en donde todo se reduce únicamente a lo perceptivo y ahí el otro queda definitivamente afuera.
Estoy de acuerdo con que los individuos aprendemos a ser en la identificación del discurso de los demás sobre uno, pero este sistema debe tener un fin para que no se vuelva patológica la búsqueda propia en palabras ajenas. Imagino que debería existir algún sistema psíquico similar al uso de un embudo en donde comienza todo con un gran caudal y luego se va reduciendo, de lo contrario, quiero gritar.
Todos tenemos una familia, no hay vuelta que darle. Desde chicos también sabemos que cada una funciona diferente, prueba más que confirmada en aquellas tantas veces, que de niña me quedaba a dormir en la casa de una amiga y era tan intrigante ver las costumbres familiares, cómo cenaban (¿en frente de la televisión?), qué tomaban en el desayuno, a qué hora, cuál era el humor de los padres al despertarse, quién se encargaba de llevar a los chicos a la escuela (¿irían cantando “en el auto de papá nos iremos a pasear…”?) , y así muchísimos otros recuerdos. Ahora, que crecí, llegué a una conclusión: ¡Qué bueno que es pertenecer a una sola familia! Con dos sería imposible vivir (aunque los psicólogos tendrían mucho más trabajo). Mi abuela decía algo así como que nunca había mal que por bien no viniera.
A medida que crecemos va cambiando el lugar en donde buscamos y encontramos apoyo, ese lugar o esa persona de donde o de quien agarrarnos para no caernos, para no desesperar, para no enloquecer, para que todo tenga sentido. Algunas veces la familia fue el sostén, otras lo han sido los buenos amigos, un profundo amor, tal vez la música, quizás una formada confianza en sí mismo sea la solución y pueda englobar a todas las demás opciones, no lo sé. Esta vez, y después de no pensar en nada más que dedicarme a sentir, decidí que yo no voy a caerme del cielo. Me gusta esta estadía que atravieso así que hoy elijo agarrarme. Si bien, me llena de cordura saber que sé permanecer al límite de la neurosis, me encantan los ratos en donde creo cruzar de vereda para poder ver, sentir y vivir todo con tanta intensidad...
Mi abuela también una vez me dijo que yo debería escribir lo que siento y yo nunca le hice caso. Ahora sé que ella me estaba enseñando de donde podía agarrarme para no enloquecer. Quizás le haga caso…

domingo, 21 de junio de 2009

Me saltó la térmica

Otra vez, después de una discusión con desenlace frustrante para mí, me fui corriendo a lo de mi amiga. En Nicole siempre encuentro contención. Llegué en menos de cuatro minutos, esa rapidez al caminar que únicamente tengo cuando estoy enojada (pareciera que el enojo me sirve de motor para activar los músculos). Toqué timbre dos veces pero esta vez Nicole no estaba, se había ido.
En casa todavía estaba la familia de mi mamá (menos mal que no lee mis escritos sino ¡agarrate Cielo!) así que no era una buena idea volver. Ni bien conseguí despegar mi dedo del portero eléctrico entendiendo que por más veces que tocara el timbre, si ella no estaba, no iba a atenderme nadie, empecé a caminar hacia la esquina, entré en un bar que jamás había visto allí y me senté al fondo del salón junto a una ventana. Tenía hambre como siempre cuando me enojo, pero me pedí un café porque había huido tan rápido de casa que tenía sólo cinco pesos en el bolsillo.
Empezaba a tranquilizar los demonios de mi interior concentrándome en observar a la gente que pasaba por la calle, las actitudes de los personajes sentados en las mesas vecinas, el bigote del mozo, la decoración del lugar, cuando me sonó el celular. Atendí. ¡Cómo me molesta hacer eso! ¿Por qué no puedo permanecer reunida con mi enojo? Siempre termino dándole lugar a los enojos ajenos, en este caso, a la preocupación de mi madre porque hacía más de tres horas que había salido de casa “hecha una furia” y todavía no volvía (es ese tipo de madres que cree que porque me voy enojada de casa, quizás me olvide de mirar hacia el costado cuando cruzo la calle para evitar ser atropellada por un camión con acoplado, ah vale aclarar, que para ella si me atropellan no va a ser una bicicleta, seguro va a ser algo realmente grande y trágico).
Después de escuchar su voz algo taladrante le dije que en un rato volvía, que se quedara tranquila. La pregunta que vino automáticamente a mi mente fue ¿y yo… cuándo me voy a quedar tranquila? Me niego a aceptar que esto suceda cuando un tercero, mi novio, un otro, un familiar, ¿un amigo? me lo diga, así que decidí empezar a escribir para decírmelo a mí misma todos los días, pensando que al leerlo quizás en algún momento me termine haciendo caso, ¿no?